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El Mercurio Economía y Negocios - 07 de agosto

Cable a Tierra

"Un grupo destacado de economistas ha estimado que el costo fiscal directo de la propuesta constitucional estaría entre 8,9 y 14,2 puntos del PIB, lo que arroja un ‘punto medio ' de 11,6 puntos. Pero esa mayor carga es solo ‘la mitad de la película '. La otra mitad emerge de los nuevos costos que deberá sobrellevar la economía”.

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“Sin novedad” escribía Luis XVI en su diario de vida el 14 de julio de 1789. Ese mismo día se estaban tomando la Bastilla. Le faltaba un cable a tierra.

Similar carencia tiene aquella clase política que espera de la propuesta constitucional solo una frondosa multiplicación de derechos —sociales, indígenas, de la naturaleza, etc.—, “sin novedad” adversa en lo económico.

Un grupo destacado de economistas ha estimado que el costo fiscal directo de la propuesta constitucional estaría entre 8,9 y 14,2 puntos del PIB, lo que arroja un “punto medio” de 11,6 puntos.

Pero esa mayor carga, de por sí muy significativa, es solo “la mitad de la película”. La otra mitad emerge de los nuevos costos que deberá sobrellevar la economía, adicionales al pago de mayores tributos.

Vamos viendo. Múltiples actividades económicas deberán destinar recursos adicionales, de magnitud impredecible, para lograr el consentimiento de pueblos originarios que, bajo el nuevo ordenamiento propuesto, devendrán en potentes grupos de interés. No hay exageración en esto: basta ver lo ocurrido con la ley Lafkenche. Las reclamaciones lafkenche no conocen límite: hay cerca de cien en trámite y recientemente se ha solicitado toda la bahía de Coronel.

Proyecte esto a un escenario donde: (1) ya no solo se comprometerá el uso del borde costero —ámbito de la ley Lafkenche—, sino todo el territorio y todo tipo de recursos; (2) no solo reclamará derechos un único pueblo originario, el lafkenche, sino 11, y (3) no se obstaculizarán solo iniciativas productivas en proceso de aprobación, como es el caso con la referida ley, sino también actividades económicas en pleno funcionamiento.

Asimismo, el costo de financiar proyectos de inversión subirá, ya que los “bienes incorporales” no estarán protegidos dentro del derecho de propiedad. Ello hará difícil, quizá legalmente imposible, por ejemplo, dar en garantía una concesión de obra pública —un bien “incorporal”—, para financiar la inversión requerida con uso parcial de deuda. Algo similar ocurrirá en la agricultura, donde difícilmente un “permiso” administrativo de aprovechamiento de agua podrá reemplazar, de cara al acreedor, a la garantía del derecho de agua. Lo mismo con el sector minero. Múltiples proyectos, entonces, deberán financiarse con mucho más capital propio que con deuda.

Para estimar el impacto de estos costos sobre la economía —hay varios más—, podemos subsumirlos en un solo concepto: la mayor rentabilidad que exigirá el capital en el futuro para operar en el nuevo entorno, notoriamente más riesgoso.

¿Cuánto se incrementará la rentabilidad exigida por el capital? Aquí, por “rentabilidad” debe entenderse aquella que reditúa al capital “en su conjunto”, tanto al accionista de la empresa como a su acreedor. Sin peligro de caer fuera del estadio, el incremento podría alcanzar unos cuatro puntos porcentuales.

En efecto, basta notar que los Estados de América Latina pagan, en promedio, 3% más de intereses por su deuda externa que lo que hoy paga Chile. Si con la nueva Constitución nuestro país comienza a parecerse más a América Latina —Sebastián Edwards ha indicado que nos pareceremos a México—, ese 3% provee una referencia para la mayor rentabilidad que exigirá el acreedor. Pero, como se ha indicado, muchos proyectos deberán ser financiados ahora en mayor proporción por el accionista que por el acreedor. Y como el primero corre más riesgos que el segundo —en una liquidación se pagan primero los acreedores—, la mayor rentabilidad exigida por el capital en su conjunto se parecerá a un 4% o incluso más.

Con un stock de capital de 2,9 veces el PIB para 2021 (Cuentas Nacionales), ello implicará una carga incremental sobre la economía de 11,6% del PIB: 4% más de rentabilidad exigida, aplicada a 2,9 veces el PIB. Y ahí está “la otra mitad de la película”, que debe juntarse con la estimación de mayor carga fiscal señalada al comienzo que, por mera coincidencia, alcanza también 11,6%. Sumando, obtenemos una carga estimada sobre la economía de 23,2 puntos del PIB.

Alguien podría sostener que la mayor rentabilidad exigida por el capital no será una carga para la economía, porque el inversionista no tendrá cómo cobrarla. Ello es una falacia.

Veamos. La primera reacción ocurrirá en el mercado de capitales. Como la nueva rentabilidad exigida será mayor a la existente, vendrá una ola de ventas de activos locales: caerán las acciones y los bonos, afectando de paso a millones de cotizantes del sistema previsional. El valor de los activos caerá todo lo que tenga que caer para que su retorno, flujo de caja al inversionista dividido por el valor de activos, alcance la mayor rentabilidad exigida.

La segunda reacción ocurrirá en el sector real de la economía. La caída de precio de los activos dejará a una buena porción de ellos debajo de su costo de reposición. Ello hará caer la “inversión real” —la adición de nuevo capital físico a la economía—, porque nadie invertirá en una nueva planta, por ejemplo, cuyo costo de construcción es $100, si el mercado, después de la ola vendedora de acciones, la valora en $80. Con menos inversión habrá menor crecimiento, menor empleo y menores remuneraciones. Las menores remuneraciones, que acaecerán a pesar de los nuevos derechos sindicales que contempla la propuesta constitucional, terminarán elevando, en un proceso largo y doloroso, la rentabilidad de la “inversión real” al nuevo nivel requerido. Como puede apreciarse, la mayor rentabilidad exigida por el capital sí se cobrará y la pagarán todos, incluyendo los trabajadores: constituye una genuina carga sobre la economía.

El panorama, bastante desolador, no debiera sorprender a nadie porque una carga adicional de 23 puntos del PIB no es cualquier cosa: es propia de un conflicto bélico de marca mayor. Está en el barrio del incremento de gasto en defensa de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, que se elevó desde 1,4 puntos del PIB en 1940 hasta 37 puntos en 1945 (su nivel máximo). Pero para Estados Unidos la guerra duró solo tres años y medio, mientras que aquí se dice que tendremos Constitución para medio siglo.

Como ninguna sociedad democrática puede soportar una suerte de “Segunda Guerra Mundial” que dure 50 años, el asunto terminará mucho antes. ¿Cuándo nos daremos por enterados de la debacle? Bueno, cuando la turba se tome la Bastilla.